La deficiencia en el servicio de trenes se hace costumbre.
Los viajes atestados, con gente colgando de sus puertas y entrando por sus ventanas, sin horarios fijos de salida ni mucho menos de llegada, en trenes con más de medio siglo de antigüedad y carentes de la más mínima calidad humana ya son parte de la cotidianeidad.
La corrupción, la usura y los negociados entre el Gobierno de turno y los dueños de las empresas de servicios públicos también integran esta rutina.
En este círculo vicioso, Trenes de Buenos Aires hace lo que quiere, la Comisión Nacional de Regulación del Transporte deja que hagan lo que quieren, la Auditoría General de la Nación lo advierte pero la autoridad competente también hace lo que quiere y, para continuar la moda, tampoco hace nada.
Cada acto de irresponsabilidad, cada “hacer lo que quiera” o sencillamente “no hacer nada”, se encadena con su par como vagones de un tren. Un tren que acaba de sumar 51 muertes a su abultada cifra total de tragedias. Tragedia que se perfila para cortarse por el hilo más fino -quitarle la concesión a TBA- para que el ovillo de lana berreta no se desarme nunca.
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