No iba a la cancha, pero había clima de cancha. Ya en el colectivo cruzamos miradas cómplices con otros religiosos, en un raro ambiente de "duelo alegre". No estaba en la cancha -no todavía- pero parecía la cancha. Banderas, fuegos artificiales y cánticos alegóricos interrumpían la glamorosa siesta de Puerto Madero.
Faltaban algo más de 5 horas para que se juegue un partido, "el partido", pero la fiesta estaba en otro lado. A ese lugar de homenaje llegaron luego los bombos, las sombrillas y las trompetas, para desviar la atención que acaparaban los balcones del Hotel, esos que ocultaban algo que todos deseábamos y que hasta el momento no daba señales.
Mientras los turistas sorprendidos del folclore argento no paraban de sacar fotos, y los "Paleee, Paleee" seguían lloviendo, llegó el momento: secundado por un compañero, como para demostrar una vez más que la timidez y la intromisión no le escapan ni siquiera en su propia fiesta, asomó su platinada cabellera.
Ahora sí, con él recibiendo las salutaciones en un mar de cariño y euforia, la fiesta era completa. Calmo como en toda su carrera, y golpeado también por la emoción, sólo se sumó al griterío cuando sus seguidores hicieron justicia por mano propia entonando un "Sanfilipo botón...". Seguía siendo él, seguía siendo Martín Palermo, esta vez saludando desde un balcón a sus más de mil fanáticos presentes.
Luego se guardó, y sólo volvió a aparecer para festejar el gol de su otro amor ante nuestro archi rival. Pero la fiesta siguió abajo, claro está, no había motivos para detenerla. Mientras a mi alrededor seguía agolpándose gente. Niños, mujeres, familias completas, pibes en moto, en autos y más pirotecnia.
La llegada del micro puso nuevamente tensión de espera, hasta el momento de la salida rumbo al estadio. Allí los flashes indicaron que todo Boca se encaminaba a partir, incluido él, obvio. El desmadre y el orden fueron casi lo mismo a la hora de indicarle el camino a la comitiva, en el medio de policías ofuscados, prefectura desbordada y gente, mucha gente a pié agolpada contra el micro a la espera de un gesto de su ídolo.
Los últimos asientos fueron reservados para él, para que desde allí disfrutara y sufriera a la vez su fiesta de despedida -valga la contradicción-. Hasta allí llegué en más de una ocasión, con la 9 sostenida en mis manos en señal de ofrenda, y con la 18 sobre mi cuerpo para recordar que también fue un héroe nacional. Y una de esas veces pude decírselo cara a cara, vidrio de por medio, lo que todos a coro repetíamos y lo que siempre he gritado en la cancha: Gracias Martín!
Él me lanzó un Ok complaciente mientras con la otra mano seguía secando sus lágrimas, y ahí cerré el círculo, mi círculo. Quedé rezagado por la emoción, por todo eso, por la despedida en sí. Pero me repuse con cada nueva bomba de estruendo que estallaba ya llegando al Parque Lezama, ese de la calesita más famosa, y allí la fiesta fue más fiesta aún. Ahora sí nos acercábamos a una cancha.
Los demás jugadores, muchos de ellos foráneos en el tema Boca, no paraban de mirar asombrados para los 4 lados. No era nada fácil de entender que un viaje a un partido más, que suele tardar unos 20 minutos, estuviese durando más de 1 hora y contando. Pero no era "un partido más". Mientras, la gente agolpándose, y los viejos con bastones llorando, y los chicos en hombros de sus padres también llorando. Y el camino plagado de estruendos, bombos, trompetas y canciones.
Los balcones también miraban asombrados el paso de la caravana, como hacía 11 años, en aquella bienvenida del campeón intercontinental donde también fui parte de la peregrinación. Gritos y más gritos. En el medio alguna cargada al paso a algún jugador no tan afortunado, risas cómplices con alguno del cuerpo técnico, pero no más que eso. Llantos y más llantos. Hasta perdernos en las angostísimas calles de La Boca.
Allí cada cual siguió su camino, porque el micro se introdujo entre apretujones en la Bombonera. Faltaban sólo algo más de 30 minutos para el comienzo del partido. Sí, había un partido, pero era secundario del homenaje, principal motivo del sublime acto. Allí pude meterme, tras largas colas y desorganización. Era normal y a la vez no tanto: la cancha reventó su capacidad sólo para despedir a su mayor goleador, a su ídolo.
"Dejala pasar" le gritaron algunos al arquero rival, como para que la fiesta sea completa y el Titán siga acumulando récords. Pero los "gooouuu" se sucedían entre la inercia que dejaba el partido. Los ojos, claro está, se centraban en su figura y en su gol de despedida. Y también se perdían entre todas las banderas de agradecimiento que estaban presentes, incluída esa gigante que le regaló la 12, devolviendo gentilezas con el ídolo.
Y así lentamente se armó el escenario, llegó el presentador, le interpretaron el himno nacional con armónica, le calzaron una capa para transformarlo en "Súper Martín" y le regalaron un arco, el de Casa Amarilla, el de los milagros. Y llegó el turno de sus palabras, entre lágrimas y más lágrimas, de él y de muchos tantos otros, mientras giraban los videos homenajes.
"Siempre voy a decir que Boca es un grande no por los jugadores ni por los técnicos, sino por la gente. Se dijo que soy hincha de Estudiantes, pero a ustedes los voy a llevar siempre en mi corazón" fueron las palabras que hicieron estallar una vez más la Bombonera. Y sólo una consigna acompañó el epílogo del héroe, mientras improvisaba una vuelta olímpica de saludos, una vuelta más en su brillante carrera.
El "muchas gracias Palermo" se repetía y se repetirá por la posteridad. Y yo la fui repitiendo hasta que caí rendido, cansado pero feliz de haberle dado a mi mayor ídolo su homenaje merecido. Triste por su futura ausencia, pero alegre de haberle agradecido con un simple gesto todas las alegrías que él nos dio, coincidí con la canción: "no se olvida en la vida".
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