Dicen que en la zona de Cuyo no hay mano de obra para la cosecha de aceitunas debido a que los peones prefieren quedarse con su Plan Trabajar antes que trabajar en blanco por lo que dure la zafra. La noticia puede ser tomada como tendenciosa, sobredimensionada o sólo de color, pero demuestra la cara infame de la ayuda social.
El caso de las aceitunas -en el que no discuto la alta o baja remuneración del trabajo- es sólo la punta de un iceberg que desde el comienzo de este gobierno Kirchner-Fernández viene creciendo de manera abrupta. La idea que ronda en mi cabeza en los últimos años hoy gana otra celda de mi disco rígido: aberrantemente, el negocio es quedarse en casa, no preocuparse por nada y recibir un Plan Trabajar.
No desestimo la ayuda gubernamental, ni despotrico contra la presencia del Estado en los sectores marginados; sino que voy contra la carencia de sus deberes y obligaciones, en contra de la fomentada cultura de cobrar sin demostrar interés en el crecimiento propio.
Resumo entonces: bienvenida la ayuda como posibilidad de crecer, y la integración social como un empujón para el ascenso de clases. Pero no como una acción “suma votos” de subvencionar a mis futuros electores, ni tampoco como intento de achicar estadísticas que hablen de desocupación o pobreza –que en algún punto llegan a ser lo mismo-.
Lamentablemente de estos casos estamos llenos. En realidad siempre sentí que lo estuvimos, con más o menos números, pero la verdad me da mucha bronca la ideología oficial que hoy nos baja la línea exitosa de la vagancia y el anarquismo. De saber que a veces vale más ser vivo que honrado, reflotando una vez más la visionaria letra de “Cambalache”, escrita por Enrique Santos Discepolo hace casi 80 años.
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