La frase popular, tan antigua como vigente, lo dice todo:
hay que ver para creer. Y yo no puedo jactarme de estar exento a ella. Hay muchas cosas que llegan a mis oídos diariamente y soy yo quien decide en cuáles de ellas creer y en cuales no, ya sea por falta de interés, de tiempo o simple capricho.
El temporal que azotó gran parte de la Provincia de Buenos Aires el pasado miércoles no representó para mí más de lo que pude sufrirlo en carne propia, ya alojado en mi casa, en un barrio de capital que casi no padeció sus embates, y sin más repercusiones que las que pude obtener en algunos breves zappings televisivos.
Pero tan sólo unas horas después de la calma climatológica
pude empezar a creer en lo que había escuchado y no oído. Creí porque vi con mis propios ojos un enorme barrio sin calles transitables ni arboles en pie, como lo fue por varios días el Bajo Flores. Porque vi raíces mirando el cielo, techos besando el suelo, carteles desmantelados y casas destruidas.
Así como vi, también oí y leí para seguir creyendo. Oí a un amigo decirme con pena y resignación
“no sabés lo que es esto, gomía…”, luego que retornó de la zona más castigada por la tormenta en Lanús. Leí a otro compañero que escribió en una red social
“Ituzaingó es Normandía después del Día D”, luego de comentar la cantidad de casas que ya no existen en su barrio.
Hoy, a 4 días del desastre, estos testimonios cercanos y los tristes números que arrojan los diarios me hacen ver la realidad que en su momento no quise notar. Los
17 muertos, los 10 mil postes de luz caídos en el conurbano y las
miles de familias que han quedado sin nada de la noche a la mañana me vuelven a plantear si realmente es necesario ver para creer.